LOS SANTOS ÓLEOS DEL OBISPO

En EL Diriá los ruidos no pasan desapercibidos, hay ruidos de ruidos y llantos de llantos. Para vivirsabido en el Diriá hay que saber de los ruidos y sus encantos. Los que conocen los cantos de los pájaros te pueden predecir sucesos para prevenirte de riesgos: el canto de muerte de la lechuza, el canto de amor del esquirín, el canto del frío de la cocoroca, el canto ufanado de los gallos y la ronda de la fatalidad en el cacareo de las gallinas a medianoche. Cuando el pocoyo canta es de cuidado seguir el camino de la noche y según el color del güis que amanece cantando cerca de tu aposento y te despierta con su gorjeo, así se puede esperar la fortuna o la novedad de las visitas. Esos cantos no te ayudan ni te hacen rico; te previenen y te ayudan a ponerte listo para tratar de atrapar la oportunidad que ese día te presenta la fortuna. Aparte son los ruidos de carretas, carretanahuas, tropel de caballos, pasos apurados, pasos de oración, murmullos y lamentos lejanos. Son ruidos que pasan y no se les hace caso.

Los ruidos y llantos de las personas son diferentes y se perciben de dos maneras: los que se escuchan de verdad y eso la misma persona lo dice, alegre, triste, llanto profundo, queja, de todo hay. El otro llanto es el que se escucha por presentimiento, viene del más allá y son avisos de ánimas en pena que quieren una ayudita, ya sea misa, rezo o un encomiendo a Dios para irse a descansar, para pasar al otro lado y no seguir penando, ese llamado se debe cumplir, porque después te lo pueden reclamar.

Una vez en Diriá, en el barrio que queda detrás de la iglesia, ese famoso que le llaman La Gaveta, un llanto de angustia despertó a Juan Parado: "Gritos de llanto a media noche, presagios de muerte han de ser". Pensó Juan mientras se acomodaba en su cama de cuero crudo. Los gritos provenían de la casa de un su compadre que ha días venía enfermo.

Se levantó de prisa, se vistió y se puso los caites de burrucha para llegar ligero y salió de la casa. Por la calle cavilaba en las cosas de este mundo y en las del otro.

Le resentía pensar no haberse despedido del compadre el día anterior, ni haberle dado recomendaciones para que le enviara unos mensajes cuando ya estuviera instalado al otro lado, en el más allá.

Al entrar a la casa encontró al cura decepcionado, porque sólo podía confesar, pero sin poder administrarle los Santos Óleos para asegurarle el pase tranquilo al otro lado. El grito de la mujer era porque pensaba que el cura sin Santos Óleos no le podría dar la bendición de los perdones, porque una vez que entrara en agonía no se podía confesar. Mandar a alguien al otro mundo sin ser santoleado es como dejarlo al garete en medio del mar desconocido.

-¿Dónde están los Santos Óleos? -preguntó Juan Parado con mucha vehemencia- Si me dice, yo se los traigo -afirmó convencido.

-Están en León -contestó tranquilo el cura.

-¿Dígame dónde?

-Pues en el obispado.

-¿Dígame qué hago? ¿Con quién se puede hablar allá? Los voy a ir a traer.

Con cierto desdén parsimonioso el cura lo quedó mirando. Sin embargo se animó a hablar:

- Al llegar, vas a una entrada así y así, se pasa y se habla les decís esto y esto. Decíles que son para mí. Te los dan. Decí mi nombre primero, esa es la clave. Y... no te olvidés: Fray Faustino se llama, tiene origen de aquí del Diriá, es de la familia Delgado, se fue joven, pero se debe de acordar de su pueblo.

El cura pensó que si este cristiano en agonía no tenía la santoleada, por lo menos, en los próximos días o meses, porque no son tan seguidos los muertos en El Diriá, con otros no pasaría el apuro, nada se perdía que los fuera a buscar y siguió en su oficio de ayudar al agónico a bien morir.

-Usted vea a ver si lo confiesa -le dijo Juan Parado al padre- yo vuelvo a la hora que lo esté perdonando.

El cura se dispuso a tratar de confesar para conseguir que el moribundo en sus últimos suspiros se llevará el arrepentimiento de las maldades que pudo hacer y pensar en este mundo.

Juan Parado salió al camino, subió a un palo de coco y se lanzó al suelo con los pies firmes para el rebote. En el primer saltó llegó a las sierras de Managua, en el segundo al Momotombo y para el tercero cayó en la propia plaza central de León, frente a catedral. Después de serenarse un momento, se encaminó al obispado.

Tocó la puerta que le habían dicho, le abrió Fray Faustino, lo saludó, le dijo lo que le tenía que decir y el cura se fue a catedral: entró, salió y le dio el asunto. Juan se los rateó a la cintura y le pidió permiso para subir a la cúpula más alta de la catedral, de allí saltó. A la vuelta, todavía noche oscura, salió de León y en otros tres saltos regresó al Diriá.

El cura se disponía a dar la absolución al moribundo cuando Juan Parado entró y le puso en las manos los Santos Óleos al padre.

Lo santoleó, bendijo al agonizante, le perdonó los pecados y luego salió al patio donde Juan Parado bebía pinol en una jícara.

- ¿Cómo hiciste? -le interrogó el sacerdote incrédulo.

-Fue por mis caites de burrucha. Y mire que antes hubiera venido pero me atrasé porque me los fueron a buscar a la propia catedral y me prestaron los mismos que usa el Señor Obispo. Por favor devuélvamelos que los suyos de aquí a un rato se los traigo cuando regrese. Prometí llevarlos de vuelta antes de que el señor obispo llegara a decir la misa. Fray Faustino, por la confianza, me los prestó.

El cura se fue caminando despacio, pensaba en las ocurrencias de Juan Parado. Al llegar a la casa cural, Juan Parado ya lo estaba esperando que venía de regreso de León con los propios vasos de los Santos Óleos del padre del Diriá.


Carlos Alemán Ocampo

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