DE LA LLUVIA SOBRE EL FUEGO

En la pequeña alcazaba,

sobre donde clamaron romanos,

vive quien da la luz,

luz que yo, cretino,

soplé hasta apagar.

(anónimo s. XII)

 

PRIMERA PARTE

Yo siempre miento. Una y otra vez lo niego todo. Y encima pretendo que las mujeres, ingenuas y dóciles, se lo crean. Batalla perdida antes de comenzada. Porque en la cabeza de una mujer está bien instalado, desde la más temprana pubertad, un programa informático infalible que las protege de las mentiras del amor. Al menos de las mentiras de largo alcance, de las que amenazan su estabilidad emocional con el que consideran el hombre de su vida.

O de su año. O de su mes.

No te lo dicen pero todo lo memorizan: se acuerdan de que el día que la besaste por primera vez tú llevabas una camisa de cuadros rojos y verdes, o de que aquella misma noche que cenamos en un restaurante vegetariano, al salir vimos una película vietnamita.

Yo no. Yo nunca me acuerdo de nada no sustancial. E incluso creo que la memoria de los detalles pequeños y de las asociaciones inútiles no provocan más que un colapso en la capacidad de almacenamiento del cerebro de las personas. O al menos en el de algunas personas. Por ejemplo yo.

Por ejemplo, yo. Comencé a dar clases de Filosofía en el segundo turno de la universidad. Recuerdo la primera clase. Era una tarde calurosa de octubre.

-Buenas tardes.

Desde el primer día, desde la primera clase, renuncié a darles una sola línea de apuntes.

-El manual que deben estudiar es éste. No es demasiado grueso. De él extraeré las preguntas del examen. Y si no pueden vivir sin un resumen aclaratorio, aquí tienen uno. Rotundamente fiable: lo he confeccionado yo. Son treinta folios a máquina. Desde hoy no quiero ver un bolígrafo en esta clase.

Y los alumnos se miraban extrañados. Se habían ahorrado sesenta horas de suplicio amanuense, y aún así ponían caras de estupor escéptico. Pensaban que bajo algún aspecto no desvelado tenía que estar la trampa.

-Simplemente -les aclaré- estoy haciendo con ustedes lo que, siendo universitario, habría querido que mis profesores hubieran hecho conmigo: permitirme tocar con las manos, desde la primera clase, todos los apuntes de la asignatura. ¿Se imaginan qué lujo el ojearlos delante de un café, en el bar de la facultad, dentro de sólo una hora?

Una alumna de la primera fila llamó mi atención desde el primer instante. Y sólo era el primer día de curso de mi primer día de trabajo. Parecía de más edad que el resto de sus compañeros. No pude evitar observar su perfecto uniforme de rancio estilo bohemio, el favorito, como pude después comprobar, entre las estudiantes de filosofía: pañuelo pálido-violeta en torno al cuello, blusa de colores desvaídos con incrustaciones de diminutas lentejuelas, falda vaporosa hasta los tobillos, sandalias de cuero, así como otras aportaciones naturales pero no menos ajenas a tan peculiar coreografía inconformista, tales como unos cabellos hermosamente rizados, unas cejas espesas y unas manos blancas y huesudas. Ningún maquillaje apreciable.

-Y ahora hablemos.

Y filosofamos aquella tarde, como todas las tardes que siguieron, de los asuntos variados de la vida de los que es inútil filosofar, pero que se nos hacen irresistibles, y no podemos vivir sin ellos. Del amor y del odio, de la libertad o de su ausencia, de lo engañoso de los sentidos, de la verdad y de la mentira, de la vida tras la muerte. O incluso de la muerte en vida.

Cada noche, de vuelta a casa, tras cuatro universitarias horas de espesas disquisiciones esenciales y de conceptos-píldoras grandilocuentes, de más de diez mil palabras ampulosas y definitivas, me lanzaba -como poseído por un veneno- contra el sillón frente al televisor, para inyectarme un antídoto que me permitiera vivir sin el pensamiento permanente del suicidio. Media hora de mi tiempo, ante algún programa con muchos colores bastaba para apaciguar mi ánimo y me permitía volver a ser normal, como aquel día, por ejemplo, con la familia Gutiérrez. El padre, subido a una gigantesca gallina de cartón en movimiento, trataba de ensartar aros de plástico en la enorme nariz de pinocho del disfraz de su hijo. "Ah, la vida, qué extraña cosa", pensaba a menudo con las piernas colgando sobre cada brazo del sofá.

Una noche el público, tras la pantalla del televisor, oyó mis lamentos, me aplaudió y me concedió trescientos puntos. Prueba superada.

Lo intenté, pero no lo conseguí. Así que tras dos meses de agotadoras sesiones por entre las meninges post-adolescentes de mis alumnos, decidí huir. Sólo por unos días, pero huir.

Nadie me perseguía, pero aquel viaje se me antojó una fuga. Una fuga mal organizada, porque poniendo un pie en el escalón del vagón del tren, no sabía a dónde me dirigía. Había comprado el billete más caro de aquella ruta, la que me conduciría a la ciudad más lejana, para poder así decidir, con tranquilidad una vez el tren en marcha, en cuál de sus muchas paradas bajarme para comenzar un mini-periplo filosófico, un viaje iniciático por las rutas de la sabiduría cósmica, no sólo "mundial", sino "cósmica", o sea, más.

La señora gorda -muy gorda- que me oprimía obligatoria e involuntariamente contra el cristal, junto a mi asiento, apresuró mi decisión cuando aún el tren no se había alejado más de treinta kilómetros, por lo que me bajé en la primera de las muchísimas paradas previstas en el itinerario. Una vez en tierra, miré a mi alrededor.

La pretendida estación del tren parecía ser una minúscula caseta. Un letrero mal rotulado ofrecía la única información: "Castrojero".

Y sin embargo no me pareció aquello un pueblo o una ciudad, sino más bien un cruce de caminos desde el que tener que emprender alguna larga caminata por una senda campestre. Así que, tras llevarme a la espalda la bolsa con poco más que nada, me puse a caminar. Ante mí, sólo algunos árboles y mucha tierra jugando a ser desierto.

-¡A dónde va, oiga…!

Me giré y vi a un anciano que con los brazos en alto me invitaba a no hacer locuras. En verdad no lo había visto bajar del tren.

-¡Son más de dos horas a pie, por ahí!- insistió.

-Ah sí, sí, claro….

Y me detuve allí mismo, a diez metros de aquel señor, indeciso si acercarme a él o permanecer indiferentemente altivo, como quien sabe siempre lo que ocurre en cada momento.

- El maquinista es mi primo -se excusó aquel señor-, y cuando viajo yo, me hace el favor de detenerse diez segundos... Pero no es ésta la estación del pueblo, no. El letrero lo he pintado yo. Ya sabe... por los pasajeros, para que no se alarmen. Pero no se preocupe que ya mismo llega el carro.

-Sí, sí, claro…el carro de las diez - me atreví yo a sugerir, tras mirar mi reloj.

-Eso es: de las diez, de las once, de las doce…

-Ah, ya… Pasa tres veces.

-Sólo una -aclaró el viejo.

-Claro, claro… - dije sin aclararme. Y me senté sobre una piedra enorme a esperar.

El viejo también se sentó en una silla que había sacado de un foso, medio escondida bajo unos arbustos, junto al andén de lo que parecía un camino rural.

-Hoy hará calor -dijo mientras miraba al cielo, como interrogándolo.

Yo no dije nada.

Detesto hablar con desconocidos sobre asuntos insustanciales. Aquel señor me miró y previendo que yo no sería el perfecto viajero-acompañante-conversador, se respondió a sí mismo, esta vez en voz baja.

-Hará calor, sí.

Yo, en verdad, no encuentro embarazoso el silencio entre dos personas desconocidas. Porque esa sensación de desagrado no surge de ninguna necesidad perentoria de hablar, sino de una curiosa ley no escrita por la cual pensamos que "el otro" se siente incómodo por nuestro silencio, cuando la realidad es que él se siente incómodo, sí, pero sólo porque piensa equivocadamente que nosotros necesitamos que nos hable.

Entonces decimos "Hace calor ¿verdad?", cuando sería mucho más práctico que nos dijéramos "¿Habla usted?" "No gracias: acabo de hablar", como hacen los fumadores cuando entre ellos se ofrecen un cigarrillo: "¿Fumas?" "No, te lo agradezco, acabo de tirar uno".

-¡Eh, joven- me gritó el viejo, como queriendo despertarme de mis pensamientos- ahí llega el carro!

Me alegré al ver que el carro ya traía un pasajero, lo cual me evitaría ser el blanco de cada pregunta o comentario del lugareño. Un joven de aspecto aparatosamente hippy -tanto que tuve la débil impresión que se dirigiría hacia algún tipo de fiesta de disfraces- me alargó un brazo para ayudarme a subir

-¿Vienes a la Comunidad? -me preguntó en cuanto pude tomar asiento.

Y yo, que ni siquiera sabía dónde estaba, ni a dónde me dirigía, ni qué pretendía con aquella huida, ni siquiera qué hacía en aquel carro tirado por una mula -¡a sólo treinta kilómetros de la boca del Metro de la esquina de mi casa!-, respondí que sí.

-Te gustará, ya verás.

Miré al viejo, que no disimuló un inequívoco gesto de desagrado al oír el destino que me aguardaba. Se llevó el dedo índice a la sien y, girándolo levemente, me dejó bien claro lo que pensaba del pasajero que se sentaba a mi derecha.

-Están todos locos- se atrevió a decir.

Y, gritando, se dirigió al joven de aspecto rudo y sudoroso que conducía a la mula con una larga varilla.

-¿Eh, Pedro, cómo están los de la Comunidad?

-Todos locos -respondió sin mover un músculo de la cara y sin el mínimo espíritu de levantar polémica sobre el asunto.

La Comunidad, tras una hora larga de traqueteo por una vereda pedregosa, resultó ser un reducto -¿el último, definitivamente?- en el que dos docenas de no muy jóvenes practicaban, en una granja ecológica, una vida bucólica, autárquica y alternativa. Ellos llevaban barbas desaliñadas, gafas redondas y sandalias, y ellas largos cabellos sueltos con la raya en medio, largas y ligeras faldas multicolores, y no menos largos pelos en axilas, e imaginé que en las piernas otro tanto.

-Oye, Mauro -le pregunté a mi melenudo compañero de viaje, mientras me ayudaba a bajar del carro- ¿Por qué llamáis ecológica a la granja?

-Está claro ¿no?

-Ah ya... -dije yo asintiendo pero sin entenderlo, no queriendo pecar de escandalosa incultura alternativa que me desacreditara desde el primer momento.

Se acercó una mujer a saludarme. Yo le alargué la mano, pero ella me plantó un casto pero inesperado beso en la boca. Debió notar mi sorpresa.

-No seas burgués, hombre. Veo que tienes mucho que aprender…

Y acto seguido, y todavía con su cara a un centímetro de la mía, con una mano me desbarató el peinado engominado con el que cada mañana ocupaba yo entre ocho y diez minutos.

¿Estaba yo soñando? ¿Era aquello el edén? ¿El verdadero paraíso perdido? Y sin embargo, despeinado no me sentiría yo muy cómodo... ni siquiera en un paraíso.

-Ven conmigo -me dijo el mayor de todos (¿podría decir el "jefe"?). Y me llevó a una especie de choza cuyo interior estaba tapizado de acogedoras alfombras, cojines, y todo tipo de trapos raros.

-¿Eres el jefe? -me atreví a preguntar.

-Aquí no hay jefes. Sólo amor…

Y me dejó solo en aquel lugar, sin saber qué tenía que hacer, a quién tenía que esperar o adónde tenía que ir. Saqué la cabeza por la ventana justo a tiempo para ver que todos se estaban dirigiendo hacia aquel recinto en que yo estaba. Entraron y se sentaron en el suelo -¿dónde si no?- formando en cadena un círculo casi perfecto.

Y yo, uno de sus eslabones.

Tomó la palabra el que no era jefe, sino "sólo amor".

-Amantes, antes de comenzar os quiero presentar al nuevo miembro de la comunidad, que se llama…

-Juan Pérez…-mentí yo, por instinto.

Oí unos murmullos jocosos a mi alrededor.

-Sólo Juan -me recriminó en voz baja la chica más joven del grupo-. El apellido es la marca represora y burguesa sobre la que se asienta la pérdida de la personalidad.

Y pareció, la frase, algún capítulo tres de los estatutos de aquella granja ecológica.

Aún así los saludé girando la cabeza lentamente de derecha a izquierda, sonriendo educadamente a cada par de ojos que, incluso en la penumbra de aquel habitáculo, pusieron su mirada en mi.

Sin embargo no bastó, y no pude evitar que el hombre y la mujer que tenía a ambos lados me cogieran cariñosamente de la mano en señal de ánimo y de buenas intenciones. Y así permanecí -con las manos secuestradas por el amor- mucho más tiempo del que yo necesitaba para sentirme definitivamente ridículo.

-Nuestro amigo Juan huye del mal -prosiguió el jefe, inventándose mi vida- y quiere encontrar entre nosotros el amor liberador. Elevemos nuestra energía y nuestros pensamientos al Hermano Sol, para que siempre en él reine la armonía.

Incuestionablemente aquella era una de esas situaciones de la vida en las que uno piensa estar soñando. Pero una mano amorosa acariciando cada una de las mías, me devolvía a la realidad, que no era otra que yo estaba allí en aquel momento y no en el salón de mi casa plácidamente apoltronado, en zapatillas y hojeando con desgana las páginas deportivas del periódico.

-Y ahora, despojemos de odio nuestros corazones y amemos a nuestros semejantes.

Y comenzaron a besarse a derecha y a izquierda, en señal de saludo y de buena voluntad, indiferentes al detalle insignificante de si se trataba de hombre o mujer. Sobre mis labios cayó un beso de la mujer que estaba a mi derecha, pero, no pudiendo no pensar en lo que me esperaba dos segundos después cuando tuviera que girarme hacia la izquierda, me levanté como un muelle, como un autómata empujado por un imperioso resorte, y me quedé en pie. Todos dejaron los besos y me miraron asustados. Y no sería para menos porque yo mismo sentía que los ojos se me llenaron de toda la sangre de la cara, que imaginé ya completamente pálida.

-Pero… -empecé a decir.

Y no dije más. Porque no existe una reacción o respuesta aceptable para cada situación extraña de la vida. De modo que, sorteando piernas y cabezas, salí de aquel habitáculo sin mirar hacia atrás.

-¡Juan! -me gritó una voz, cuando ya alcanzaba la puerta de estacas de aquella especie de Ponderosa macrobiótica y lugar de reunión de amantes alucinados. Me giré asustado, porque mi único e ineludible deseo era el de marcharme de allí de inmediato.

-¿No me reconoces? -me preguntó una muchacha, mirándome fijo a los ojos, cuando ya estuvo a un metro de mí.

Pero sí. Sí la reconocí. Era la alumna de la primera fila. Unas florecillas enredadas por entre sus cabellos rizados completaban su equipación ecovegetopacifista.

-Tú vienes a mis clases...

-Me llamo Blanca.

Y me besó en las mejillas.

-¿Tú estabas también ahí dentro? -pregunté, más alterado que curioso.

Sonrió, quizás divertida ante mi estupor y porque, con seguridad, me ruboricé.

-No te puedes marchar ahora. Te perderías por los caminos. Este sitio está en ningún sitio.

Y me cogió decidida de la mano y me acompañó hasta unos bancos cercanos. Nos sentamos a la sombra de unos naranjos.

La miré maravillado. Blanca en verdad se hubiera merecido el póster central de alguna revista de misses ecologistas.

-Eres de las más jóvenes del rebaño. ¿Cuántos años tienes?

-Muchos más que tú, me parece...

Y me besó, muy segura de lo que hacía, con una naturalidad cinematográfica que bien hubiera querido yo para mí, que disfruté de aquellos segundos, de acuerdo, pero tremendamente acartonado y con la espalda tensa y arqueada contra el respaldo duro del banco.

-Tienes muchas cosas que aprender, profesor de filosofía... -dijo cuando hubo separado sus labios de los míos.

Sentí aquella frase como una agresión hacia alguna especie de punto débil, que me imposibilitaba la reacción. Mi expresión no debía de ser la del perfecto seductor.

No supe qué decir. Así que me quedé un rato callado, mirándola como un estúpido, con una de esas sonrisas torpes que sólo creemos que ponen los demás. Afortunadamente esa imagen no fue grabada para la historia.

Pasé aquella noche junto a ella en una gran sala comunal, de camas a ras de suelo, de paredes tapizadas, de grandes almohadones ocupándolo todo.

El movimiento de cuerpos fantasmales de un lecho a otro, que duró hasta el amanecer, me impidió caer en un sueño profundo.

Yo abrazaba a Blanca muy fuerte, un tercio por tendencia natural hacia el cuerpo femenino, un tercio para evitar que ella -al menos por aquella noche- imitara a los demás en aquella generalizada promiscuidad libertaria, y otro tercio por el espanto que me producía el pensar que un joven barbudo, de costumbres avanzadas, osara pretender recrearse bajo el calor de mi manta. Así que entre sueños ligeros de duermevela mascullaba una frase preparada con la que negarle, con decisión, mi cuerpo al primer hermano Ramón que lo intentara conmigo.

Al amanecer caí, por fin, en un sueño profundo. Extraño. Yo, que me suelo despertar con el primer rayo de luz que se filtra por la rendija de cualquier ventana. No excluyo que hubieran metido hierbas raras, a escondidas, y con maldad, en mis cigarrillos.

Me desperté cuando el sol ya estaba bien alto. Miré a mi alrededor. Me encontraba solo, en aquel acolchonado dormitorio. Solo y desnudo. Busqué en vano mis ropas. No las encontré, por lo que me puse, como mejor pude, una especie de túnica bordada, de aspecto árabe, que hallé colgada de un clavo. Y salí al exterior.

Allí la comunidad de amantes, en círculos, llevaba a cabo alguna especie de ritual. Blanca me vio, reprimió una risa tapándose la boca, e hizo un gesto, invitándome a unirme al grupo.

Me acerqué.

El presunto jefe -era el jefe, por mucho que le repugnara la idea de que, en esta vida, unos mandan y otros obedecen- estaba vertiendo el agua de una concha sobre la cabeza de un niño de pocos meses. "No puede ser", pensé aturdido, "un bautizo hippy..."

-Así que yo, en nombre del amor, del agua, del fuego, del aire y de la tierra, te pongo por nombre Juan Cereal Integral.

Y todos aplaudieron, se cogieron de las manos y comenzaron a danzar en torno al bebé que, envuelto en unos trapos multicolores claramente manufacturados, los miraba con los ojos bien abiertos.

Blanca, un minuto después abandonó el grupo y vino a mi encuentro.

-¿Has dormido bien, Juan?

Yo no respondí. Ni siquiera para aclararle que no me llamaba Juan, sino Elías.

-¿Ves? Le hemos puesto tu nombre al hijo de Elvira...

-Sí, ya veo, "cereal integral" -respondí ácido -¡Cómo lo llamarán en el colegio...!

Me cogió de la mano y me propuso dar un paseo por una vereda entre arbolillos que seguía el curso de un riachuelo.

-¿Sabes? Enrique no quiere que te quedes. Dice que careces de la energía cósmica que te permitiría vivir entre nosotros.

-¿Enrique es el cura? -pregunté hiriente.

-Llámalo como quieras -respondió ella con una amplia sonrisa, llena, imagino, de aquella energía sosa patrimonio de los que nunca se han metido en el cuerpo un crujiente solomillo a la parrilla con patatas.

-Cura, lama, gurú... -insistí malhumorado.

Me cerró la boca con un beso profundo y caliente. Después se abrazó a mí, como poseída de un amor fulmíneo.

-Cuando me haya ido -le susurré al oído- te abrazarás inmediatamente a otro, ¿no?

-Naturalmente...

Y me lo dijo con tono enamorado, mirándome a los ojos, sin ironía, sin dolor.

-¿Dónde está mi ropa? Me siento ridículo con esta chilaba.

Blanca rió ruidosamente, ahora.

-No es una chilaba -y se reía-. ¡Es la túnica de la ceremonia del alumbramiento... ! ¡Llevamos en procesión a las parturientas, así vestidas!

Es difícil describir cómo se siente un hombre como yo, rutinariamente neutro y comedido en sus manifestaciones públicas, que se descubre improvisamente disfrazado de mujer a punto de parir, en el rancho de treinta dementes, que hacen fiestas de cualquier nimio acontecimiento cotidiano y que pasan cada una de las horas del día elevando plegarias a las fuerzas telúricas de la naturaleza: al sol, porque te da el calor, al agua, porque mitiga la sed..., y así con todo: al hermano alacrán, a la hermana lluvia, o al pedo de la vaca.

-Te favorece... -intentó aliviarme ella. Pero se reía.

Abandoné aquel lugar, una hora después, con una mezcla de sensaciones embarullándome los pensamientos.

En el fondo envidiaba la alegría con que aquellos iluminados llevaban a cabo sus actividades, pero que yo no podría calificar más que como idioteces.

Cuando subí al carro de la comunidad, que me llevaría al pueblo más cercano, uno de ellos hablaba a solas con unas setas silvestres, y las regaba amorosamente. Regaba setas, el idiota. Otro me despidió, guitarra en mano, con una canción de los Beatles.

Dos chicas se acercaron para ofrecerme un hatillo con higos para el viaje, y los demás -Blanca también- agitaban las manos en señal de despedida, cuando arrancó el carro, con la misma escasa naturalidad y desgana con que lo hacen los extras de las películas de serie b -miradas furtivas a la cámara, incluidas-, como despidiendo al héroe camino de la batalla.

No sabían que para mí, la batalla había sido pasar aquellas horas con ellos, y que en mi corazón se imponía el convencimiento de que allí no volvería a poner nunca jamás un pie. O por lo menos sin haber sido previa y convenientemente rebautizado.

"Elías Papel Reciclado", por ejemplo.

Horas después, y cuando el tren que me traía de regreso entraba en la ciudad, la imagen de Blanca, desnuda y mimosa bajo las sábanas, se me reflejó en el cristal de la ventanilla. Era una imagen a la que servía de fondo el paisaje escuálido y suburbano con que las grandes ciudades reciben a sus visitantes ferroviarios: tapias mal pintadas repletas de graffitis, hierbas altas que cubren a medias todo tipo de basuras, fábricas abandonadas con fantasmales ventanas sin vidrios, restos de hogueras, cúmulos de vías y raíles ciegos, traseras de edificios modestos donde las señoras tienden la ropa desde la ventana del dormitorio, niños que inmediatamente sospechamos traviesos y desatendidos que juegan entre cascotes, ladrillos y tierras encharcadas...

Pero la piel suave de Blanca se sobreponía en mis ensoñaciones al sórdido saludo de la ciudad. Tanto que una señora me tuvo que tocar en el hombro amablemente para advertirme que ya habíamos llegado y que aquella era la última parada.

Mi huida de dos semanas sólo duró treinta horas.

Vuelta a empezar.

**

Victor Maña, Malaga, 2001

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