PEDRO y las HORMIGAS

Alto, rubio, de pelo algo ondulado, ojos verdes, cuerpo musculoso, tórax amplio, largas piernas. Descrito así, Pedro parece una belleza clásica. Sin embargo, a pesar de la corrección de sus rasgos es tosco, como un esbozo de estatua no terminada.

Los años, de todos modos, no han menguado su atractivo para cierta clase de mujeres, que lo adoran y trabajan a veces para él, redondeando su sueldo de "agente especial" de la policía,

Creció con la certeza de ser hermoso. Se lo repetían hasta el cansancio su madre y su abuela. Y luego se lo siguieron confirmando las miradas tímidas de las muchachas del barrio, durante la adolescencia y más adelante las provocativas, cuando ya estaba instalado en la ciudad.

Sin embargo, hasta hoy ninguna de ellas ha logrado conquistarlo verdaderamente. Si encuentro una parecida a mi madre -suele decirse a sí mismo-, largo todo y me caso. Pero sabe que eso nunca sucederá ¿Quién va a ser tan pura, quién lo amará tanto , quién lo servirá como él se lo merece?

Esta noche fría y lluviosa tiene frente a sí a un muchachito escuálido, morocho, de pelo hirsuto y sucio, que tiembla exhalando un olor agrio y penetrante. Lo tiene tomado de la nuca, casi levantándolo. El muchacho pesa muy poco, quizá pesen más los harapos que su propio cuerpo. Pedro ve que mueve los labios, y no sabe si está rezando o insultándolo, pero sí entiende, sin lugar a dudas, el terror con que lo mira, ahora que él lo apunta con el arma reglamentaria.

La escena dura apenas un instante, sólo el tiempo que Pedro tarda en rememorar una imagen ya remota en su vida, que necesita imperiosamente evocar para poder continuar con su camino. No importa que ahora haga frío y llueva, lo mismo se presenta nítida la siesta de verano, en el patio de su casa. El 8 de diciembre había hecho la Primera Comunión, y según su madre y su abuela era el niño más hermoso ese día en la iglesia. Y su madre debía saberlo porque hacía años que preparaba en el catecismo a todos los que iban a comulgar por primera vez. También había ya pasado la navidad, y el 6 de enero los Reyes Magos le habían dejado un camioncito rojo y brillante. Habían pasado las fiestas y ahora sólo quedaba por delante un largo tiempo hasta que comenzaran nuevamente las clases.

Se aburría. Su madre no le permitía jugar con otros niños, o ir al río en las tardes de verano, o a la plaza los domingos. Y ni soñar con escaparse de la mirada materna.

Resignado, esperaba sentado en la galería del fondo de la casa a que ella terminara de limpiar la cocina para ir a dormir la siesta.

Una interminable fila de hormigas negras llamó su atención infantil. Avanzaban desde el frente, rodeaban la casa y desaparecían al pie de la higuera del patio. Su madre veneraba ese árbol. Lo había plantado el abuelo de Pedro, recién llegado a América. Cuando murió , la madre de Pedro empezó a sentir que el viejo se había encarnado en el árbol, entonces, comenzó a cuidarlo con esmero, a acariciarlo con ternura y pasaba largo tiempo conversando con él. Pedro sólo podía comer sus frutos a escondidas, porque su madre lo consideraba un sacrilegio. Las brevas colgaban maduras, dulces, seductoras hasta que poco a poco se iban secando y caían al piso, formando una alfombra pegajosa.

La madre acabó de limpiar el piso de la cocina, guardó los enseres y, secándose las manos en el delantal, apareció por la puerta, llamándolo. Vió entonces las hormigas y se enfureció. Entró nuevamente y al salir, llevaba la enorme tetera que siempre se dejaba sobre las brasas de la cocina.

Murmurando maldiciones comenzó a echar el agua hirviente sobre las hormigas, que se retorcían quemadas. Algunas lograban escapar, pero la madre, implacable, las exterminaba sin piedad.

Pedro sintió fascinación y repulsión al mismo tiempo. Una idea cruzó entonces por su mente:

-Mamá, -gritó- las estás matando. Es pecado. Matar es pecado. Los mandamientos dicen No matarás, y vos las estás matando. Vas a ir al infierno y estaremos separados, continuó , mientras comenzaba a llorar, aterrado por la certeza de que viviría una eternidad separado de su madre.

La madre pareció no escucharlo. Buscó la escoba y una palita y recogió el montón de cadáveres minúsculos, colocándolos en el tacho de la basura.

Después se volvió a él, lo tomó en sus brazos y besándolo, lo tranquilizó:

-No, hijo, esto no es pecado. Estos bichos atacan mi árbol, lo amenazan, por eso no es pecado. Se lo preguntaremos al padre Mariano, esta misma tarde y ya verás lo que él nos dice.-

Atacan mi árbol, lo amenazan. Por eso no es pecado

El muchachito, implorante, trataba de recogerse sobre sí mismo, y se veía mucho más infantil que los doce o trece años que tenía. Pedro lo miró desde su altura y sintió que la furia lo llenaba. Lo levantó aún más y casi escupió con odio en su rostro:

-Negros de mierda, ensucian todo-

Por eso no es pecado....

Apretó el gatillo sólo una vez, a la altura de la sien y lo soltó. El mendigo cayó y apenas se escuchó un chasquido seco. Con pasos decididos, Pedro , ya sereno, se perdió en la noche.

Stella Maris



tradución en italiano:

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